Eres machista. Seas hombre o mujer. Lo eres. Y lo sabes. Y si no lo sabes, te recomiendo que lo vayas asumiendo como primer paso para cambiarlo. Porque es tu obligación moral hacerlo. En esto, no hay opiniones que valgan. Hay hechos y evidencias. Es una elección entre estar ciego, querer estarlo o sencillamente tener vista. Sin más.
No hay componente de esta sociedad (oriental, occidental y hasta polar) que se libre de ser machista, aunque sea inconscientemente. Incluso las que nos autodenominamos feministas lo hemos sido y, en cierta medida, seguimos siéndolo aún sin quererlo. Lo somos en ciertos actos y pensamientos. Quizá sean simples tics. Pero están ahí y vencerlos es una lucha diaria: primero, detectándolos como errores, y después, cambiando la estructura mental que los perpetúa.
La cifra
No te equivoques. Este artículo no va de golpearse el pecho. Se trata de abrir los ojos a la realidad escondida en titulares que enumeran cifras de muertas, agredidas o denuncias; en noticias que cuentan dramas o propagan falsos rumores y en carteles que gritan que “no es no” -como campaña para evitar violaciones- cuando en realidad el único mensaje posible es que solo “si es si” -porque a a ninguna mujer le han enseñado a decir que no-.
Vamos a hablar de cultura machista. Esa que subyuga y subyace. Esa que no somos capaces de erradicar y que sigue alimentado a la violencia que desde 2003 -desde entonces hay registros- ha acabado con la vida de 800 mujeres en nuestro país, sin que pase nada. Sin que nadie haga nada. Sin que a ningún organismo público se le haya ocurrido alzar la voz de alarma y actuar.
¿Y qué es machismo?, se que no me preguntas -porque piensas que lo sabes- mientras clavas tus pupilas en este texto que, quizá, te empiece a picar -me alegro por ello-. Pues según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, es la actitud de prepotencia de los varones respecto de las mujeres. Es una actitud inculcada desde la más tierna infancia, en niños y en niñas. Una actitud de la que se ha hecho cultura, la que vivimos, compartimos y expandimos, que favorece al hombre con respecto a la mujer. Desde siempre. Siempre.
¿Machista yo?
Oigo ya los engranajes de algunos cerebros. “Eso no es así, a las mujeres el Estado les da más ayudas”. Es un planteamiento, simplificado, pero muy común en cualquier reunión donde sale el tema. Cierto. El Estado las (nos) favorece ahora. Y, ojo, no en todos los ámbitos que debiera hacerlo. Y en los que interviene, su ayuda es muy mejorable. Es casi una compensación -muy triste el término, lo sé- por los años y daños sufridos. Recuerda que no fue hasta 1978 cuando la Constitución abrió la puerta para que la legislación española garantizara el mismo trato a hombres y mujeres. No en vano, hasta 1981, las mujeres debían pedir permiso a su marido o a su padre para poder trabajar, sacarse el pasaporte o abrir una cuenta en el banco, por ejemplo.
“Pues en realidad la discriminación positiva demuestra que hombres y mujeres no son iguales. Porque, al beneficiar a la mujer, reconoces que está por debajo del hombre, que es débil”. Si. Aplausos. Gran argumento. A ver, que hablamos de compensar una situación de desigualdad externa a la mujer y prolongada durante…¡siglos!. En realidad, hasta hoy. Imagínate que años y años, cada vez que intentabas dar un paso, te pisaban. ¿No tiene sentido que la misma administración pública que te pisaba, y te enseñaba que pisarte era normal y debías aceptarlo, ofrezca sus manos ahora para que apoyes ese mismo pie pisoteado y te impulses?. Justicia, creo, se llama.
Igualdad “de cartón-piedra”
Gracias a estas medidas, entre otras políticas desarrolladas y consolidadas, podemos decir que vivimos en un Estado que garantiza la igualdad por ley, me indica la coordinadora del Instituto Andaluz de la Mujer en Málaga, Rosa María del Mar, con la que converso durante horas sobre este asunto que nos ocupa en esta revista con alma y sin tabúes. “Pero es una igualdad de cartón piedra, no efectiva en la práctica”, añade.
Mujeres y hombres tenemos los mismos derechos reconocidos. Gran avance. Pero no tenemos las mismas oportunidades ni somos educados en igualdad, por esfuerzos recientes que hayan acumulado de administraciones públicas e instituciones privadas. ¿Crees que exagero?. Bien, hablemos.
Desde la cuna
Antes de que nacieras, tu habitación ya era azul o rosa. “Era blanca”. Vale, era blanca. Pero el azul o el rosa predominaba en tu canastilla de recién nacido o nacida. Eras ya, antes de nacer, un color en función de tu sexo. Es significativo.
Las diferencias crecen contigo. Y conmigo. Un niño inquieto, travieso, incluso rebelde al punto de meterse en alguna pelea es eso, un niño. Un trasto como mucho, cariñosamente. Una niña inquieta, traviesa, incluso rebelde al punto de meterse en alguna pelea empieza a ser una niña problemática. La niña está más mona calladita. El niño tiene madera de líder. La misma energía tiene connotaciones diferentes según el género.
Existe diversos estudios universitarios españoles sobre la utilización del patio del recreo por parte de niñas y niños, me comenta la coordinadora provincial del IAM. Los análisis determinan que los niños se sitúan en el centro del patio mientras que las niñas ocupan la periferia. Y a medida que van creciendo, los niños continúan jugando mientras que las niñas pasan a actividades más pasivas. “El hombre se acostumbra desde pequeño a copar el espacio público”, me indica. Y lo hace.
Con la pubertad, llega la revolución hormonal. Lógica, típica, natural. Experimentar en el ámbito sexual ha dejado de ser un tabú para chicos y chicas. Fuera del debate de si empiezan antes o después, ¿está socialmente aceptada y calificada de igual modo la actitud de unas y de otros?. Es más. Ya siendo adultos y pese a los avances mentales aparentemente experimentados: ¿se mira igual a un hombre que a una mujer promiscua, por ejemplo?. No des vueltas, la respuesta es no. En el imaginario colectivo, el sigue siendo un ‘fucker’, mientras que ella está más bien ‘ligerita de cascos’, por ser suave.
¿Y si lloras, qué?
Al hombre también le afecta esta doctrina machista tatuada a fuego en nuestros cerebros. Quizá, tu, hombre, no lo habías pensado. Pero a mi me fastidiaría no poder expresar mis sentimientos con libertad y, por ejemplo, llorar a grito pelado en público. O poder declarar abiertamente que ir más allá con alguien me da cierto reparo. Incluso miedo. Si, puedes tener miedo. A un ratón también, por qué no. Yo, como mujer, te entiendo. Ahora, eso si, comprenderás que a nosotras nos ha tocado el peor papel del dogma falo-centrista.
Imagínate. Sales de noche -o de día, si da igual- . Has quedado con unas amigas. O amigos. Con quien te ha dado la gana. Y frente al armario, piensas aquello de qué me pongo. “La mujer es coqueta por naturaleza y tarda mucho en arreglarse”. Claro que si, artista. Este concepto de feminidad, especialmente tópico y típico, también forma parte de esta misma cultura. Pero no me centraré en ese cliché. Vamos al qué me pongo para ir como me apetece y, a la vez, segura. Si, he dicho bien: segura. Porque no veas el tostón desde que sales por la puerta. Y que se quede en tostón. Porque a diario pasamos auténticos malos ratos al salir o al entrar en casa. En forma de miradas obscenas, apelaciones intimidatorias o directamente persecuciones. Acoso en múltiples formas. Créeme, caminar mirando atrás para ver si te siguen no es agradable. Y que te cierren el paso, menos. De broma tiene poco.
Materia azul o rosa
Son meros ejemplos de una desigualdad que está en todas partes. En este caso, en la calle. Pero también está en casa, en la empresa privada, en la administración pública, en las instituciones académicas. En asociaciones y fundaciones. En los medios de comunicación. En el lenguaje. Y lo peor, en nuestras cabezas. Nuestra materia gris no es gris, es azul o rosa. Así la han programado. Estamos educados y educadas para ser machistas, cada cual en su papel. Los hombres, para hacer, para dominar. Las mujeres, para dejar hacer, para dejase dominar. Y es tan difícil como vital desaprender lo aprendido. Mientras no lo hagamos, hombres y mujeres, seremos cómplices de todas las consecuencias que produce el machismo. El asesinato de mujeres es la más extrema de todas.
Que no, que no me voy a detener en la absurda réplica de que también hay mujeres que asesinan a hombres. Ni en el mito de las denuncias falsas por maltrato (que por cierto, según la memoria de la Fiscalía General del Estado, representan el 0,010% del total que se presentan). A ver, ¿hay alguien a quien se le ocurre dudar del racismo asentado y legalizado en Estados Unidos durante los años de segregación racial?…¡ojo!, que también murieron personas blancas a manos de negras. Aún así, ¿cabe algún cuestionamiento?. Pues eso.
No hace falta golpear para ser cómplice. Ni siquiera insultar. Ni callar. Ya sé. Tu nunca lo harías. No obstante, piensa algo. Hablamos de una escalada bélica que apenas empieza con un petardo. Cada vez que piropeas a una desconocida en la calle; que ríes la supuesta gracia de un comentario burdo; cada vez que no ves más allá de curvas sin empatizar con el ser humano al que le pertenecen o que evitas compartir una tarea porque crees que es para ella. Cada vez que te da igual que gane menos que tu haciendo el mismo trabajo o que no ascienda. Cada vez que lo haces o que no llamas la atención a quien lo hace, eres responsable de perpetuar un machismo que mata. Un terrorismo silencioso y asumido, armado por millones de mentes moldeadas a su imagen y semejanza.
La mujer no es (no somos) ajena a esa responsabilidad. En nosotras debe estar el compromiso de la sororidad, la constante desprogramación de lo mal aprendido, la liberación del victimismo, la lucha contra la sumisión, la capacidad de empoderamiento. Y no, la fuerza no conduce al hembrismo. Es la fuerza del feminismo la que debemos dejar avanzar en una sociedad que pretende evolucionar. Porque el feminismo promulga la igualdad, el respeto de unas personas a otras, independientemente de sus genitales. Y en contra de eso no puede estar nadie.
Neomachismo
Es un hecho. Hemos avanzado tanto que las conductas machistas son políticamente incorrectas. Están mal vistas. Pero, ¡cuidado!, el lobo se ha disfrazado de cordero, me advierte Rosa del Mar Rodríguez. “Se ha transformado en neomachismo”. Una conducta más peligrosa, porque ya no se atreve a decir que la mujer tiene que estar en casa, pero pone el grito en el cielo si la descendencia pasa demasiado tiempo en el colegio o en actividades extraescolares sin guía materna. Y claro, resulta lo mismo pero dicho distinto.
Alerta. Que esta era postmachista está en los estudios más recientes del Gobierno autonómico. Detectan a jóvenes, cada vez de menor edad, que mantienen ideales que apedrean al concepto de igualdad. El del amor romántico, por ejemplo. El del galán que dice aquello de “perdona si te llamo amor” sin que a la damisela se le ocurra replicar jamás “perdona si te llamo machista”.
El número de atención a la mujer es el 016, la llamada es anónima y secreta.
Texto: Princesa Sánchez
Imágenes: Antonio Hurtado